A veces decía que el mundo le quedaba grande. Que los zapatos con los que recorría cada callejuela eran dos números mayores que su pie. A veces creía que el mundo le daba la espalda. Y entonces, encontró que el mundo solamente era un lugar de quebraderos, de lágrimas derramadas y de sonrisas ocultadas. Pero aprendió que sonreír siempre era la mejor de las opciones, que el trabajo se conseguía con esfuerzo y que si quieres que te amen debes luchar por mover cada fibra de su corazón. Porque por feo que sea el mundo, este es el único que tenemos, y debemos hacer que cada día aquí sea como si fuese el último. El último de nuestra nueva vida, esa que comienza con cada despunte del Sol.
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